Hace mucho mucho tiempo, o quizás no tanto, el mundo de los Hombres y el mundo de las Sirenas estaban separados por un mar de cristal que nadie, ni de un lado ni del otro, se atrevía a cruzar por miedo a que se rompiera. Ignorando así unos la existencia de los otros, vivían felices en sus propios mares rebosantes de agua cristalina y de peces de todos tipos. Las sirenas nadaban todo el día y cantaban por la noche con sus bonitas voces. Los hombres salían con sus barcas a pescar y volvían cada tarde a sus casas construidas a la vera del mar.

Contaban los más ancianos de entre los Hombres que cuando el leveche soplaba con más fuerza y las velas de sus barcos se hinchaban al máximo, casi se podía llegar a ese mar de cristal que para ellos era el fin del mundo. En ese momento, mezclados con el ruido de las olas y del viento, se podían oír unos cantos que surgían del más allá. Era tan bonita esa música que las mujeres de los hombres la habían aprendido para cantarla de alegría mientras esperaban en la playa a que volvieran los pescadores. Y era tanta la abundancia de los mares que las barcas cada día volvían más pronto y más llenas de pescado, de tal forma que, poco a poco, los hombres fueron olvidando cómo cultivar las tierras y cómo recoger los frutos de los árboles, pues sólo con lo que recibían del mar tenían suficiente para vivir.

Pasaban así las semanas y los años para los hombres, hasta que un día, justo cuando estaban celebrando el cumpleaños de un niño llamado Ángel, empezaron a oír unos ruidos terroríficos que venían de los campos abandonados, ahora llenos de matojos y arbustos. Todos se giraron a mirar y fueron pocos los que no salieron corriendo al ver a dos enormes gigantes aparecer, pisando primero los árboles y destruyendo después las casas. Eran los hermanos Belones que, según contaban las leyendas, odiaban todas las cosas bonitas porque en el fondo les tenían miedo. Para aplacar su rabia y su temor cada vez que veían algo bello, lo único que podían hacer era comer la sal del mar hasta que se calmaban. Como el Mundo de los Hombres era precioso y estaba lleno de cosas hermosas, a medida que se acercaban a él, los hermanos Belones tenían que comer más y más sal, y así fue como se hicieron más altos que el más grande de los árboles del pueblo.

Al ver cómo su horrible aspecto asustaba a los hombres, los Belones decidieron instalarse allí para aprovecharse de ellos, obligando a las mujeres a trabajar en las Salinas para separar la sal del agua del mar y poder así comer y calmar su rabia y su temor. Pero cuanto más tiempo pasaban en el Mundo de los Hombres, más sal necesitaban comer, lo que les provocaba una sed horrible. Para saciar esta sed, empezaron a beber agua y más agua, tanta que el Mar de los Hombres empezó a secarse y a hacerse tan pequeño que los peces empezaron a escasear. Los pescadores seguían saliendo con sus barcas pero con el paso del tiempo sólo pescaban pececitos tan pequeños que tenían que devolverlos al mar porque todavía eran demasiado chicos para comerlos. Fue así como la gente empezó a tener hambre, pues al haber olvidado cómo cultivar las tierras y cómo recoger los frutos ya no tenían nada que comer.

Al ver a sus familias sufrir, los hombres pasaban cada día más tiempo en el mar y, aunque volvían cada vez más tarde, seguían sin pescar comida suficiente para todos. Sus mujeres tampoco los esperaban ya en la Playa cantando, pues no podían dejar de cavar zanjas en las Salinas para obtener la sal necesaria para calmar a los Belones. A pesar del hambre, nadie se atrevía a hacerles frente, porque habían engordado tanto que daban aún más miedo que antes. De esta forma, la tristeza fue apoderándose de todos los hombres y mujeres, dejaron de jugar con sus niños y hasta olvidaron cómo se cantaba esa música tan bonita con la que antes inundaban la playa cada tarde.

Ángel, el niño que cumplía años el día en que aparecieron los temibles gigant
es, era un marrajo muy valiente y decidió salir también él a pescar para ayudar a su familia. Como no le hubieran dado permiso, una mañana se despertó antes que nadie y fue hasta la playa para cogerle la barca a su padre. Aunque era más pequeño que ella, la empujó erre que erre, se lanzó al mar y puso rumbo al horizonte para llegar lo más lejos posible y ver si allí podría pescar para alimentar a los suyos.

Pero Ángel aún no conocía ni los vientos ni las lluvias del lugar y, sin darse cuenta, el cielo fue tornándose cada vez más gris, hasta que, casi al llegar al mar de cristal, una tormenta rompió en mil rayos y truenos. Las olas empezaron a ser cada vez más altas, elevando la barca sin esfuerzo, tanto que Ángel no pudo más que cogerse a la borda y esperar que amainase el temporal. Pero una de estas olas lo levantó tan alto, que el fuerte viento que soplaba le hizo volar por encima del Mar de Cristal, hasta caer al otro lado de su mundo, donde nunca antes un hombre había estado. Era el Mundo de las Sirenas.

La tormenta había roto todas la velas de la barca por lo que Ángel, sin tener otra opción, empezó a gritar con todas sus fuerzas pidiendo ayuda. Pasó mucho rato y cuando la voz ya le empezaba a flaquear, vio un pez precioso y grande como una persona salir del agua de una forma tan elegante que parecía mágico. Y en cierta forma lo era, pues cuál fue su sorpresa cuando vio que, si bien la cola era como la de un delfín pero de colores preciosos, el cuerpo de cintura para arriba era el de una niña preciosa. La Sirena se le quedó mirando, también con extrañeza, hasta que le preguntó quién era y qué hacía cantando tan mal en su mar.

- Me llamo Ángel y no cantaba. En realidad, no sé cantar. Sólo estaba llamando a mis padres para que me rescataran. Y tú, ¿quién eres? ¿Cómo es que tienes una cola de pez en vez de piernas?
- Mi nombre es Palmira y soy una sirena. Todas las sirenas tenemos cola y lo que más nos gusta es cantar. ¿Cómo es que no sabes cantar ni nadar, pues necesitas de una barca para navegar?
- Antes, mi madre y sus amigas sí que cantaban, pero desde que llegaron los gigantes que nos asustan, todo cambió. Los Belones empezaron a comerse y beberse la sal y el agua de nuestro mar, que fue secándose hasta que casi no quedaron peces. Por eso vine con mi barca hasta aquí, para ver si podía pescar como antes y no pasar ya más hambre. ¿Puedes ayudarme a volver a mi mundo? Está al otro lado de este mar de cristal que nos separa.
- Has tenido suerte Ángel, me caes muy simpático. Justo el otro día descubrí un paso que parece llevar más allá de este mundo y por el que sólo niños pequeños como tú y yo podemos entrar pues es más estrecho que tu barca.
- ¡Pero no me servirá! Una vez en mi mundo, si no tengo mi barca, nunca podré volver hasta la playa nadando y me ahogaré.
- No te preocupes. Yo te acompañaré y te llevaré hasta esa playa donde dices que está tu mundo.

Y sin pensarlo dos veces, la sirenita Palmira dio un salto, cogió de la mano a Ángel y los dos juntos se zambulleron en el mar. Aunque el paso era muy estrecho, pudieron nadar rápidamente y, antes de que el niño Ángel se quedara sin aire, salieron a la superficie del Mar de los Hombres. La tormenta ya había pasado y ahora el sol resplandecía brillante, casi blanco, en medio del cielo. Palmira al verlo, abrió los ojos más que nunca y se quedó sin palabras. En el Mundo de las Sirenas no había sol, pues la luz pasaba a través del mar de cristal desde el Mundo de los Hombres, iluminando lo justo para que durante el día pudiera verse.

- ¡Qué bonito es tu mundo Ángel! Ojala mi mar pudiera tener tanta luz y relucir como el tuyo…

Saliendo una y otra vez a la superficie para no dejar de ver el sol, Palmira siguió nadando, llevando a Ángel de la mano, hasta llegar a la playa. Allí, sentada en la misma arena y llorando por haber perdido a su hijo, encontraron a la madre de Ángel. Al verlos llegar, se levantó, corrió hacia su hijo y lo abrazó tan fuerte que casi no podía ni respirar. Tan contenta se puso que, después de mucho, demasiado tiempo sin hacerlo, empezó a cantar sin apenas darse cuenta. Palmira, que para no molestar ni asustar a los hombres con su aspecto de pez se había quedado un poco atrás, al reconocer la canción de las sirenas no pudo aguantarse y empezó también a cantar con su preciosa voz. Cantada por Palmira, era una melodía tan bonita que, pronto, toda la gente del pueblo fue acercándose a la playa y las mujeres empezaron a recordar cómo cantar, uniéndose así a las voces de la madre de Ángel y de la sirenita.

Los hermanos Belones, que estaban durmiendo la siesta, se despertaron al oír la música como si de una pesadilla se tratase. Era tan hermosa, que cuanto más la escuchaban, más rabia y más temor sentían. Tanto, que empezaron a comer sal y sal sin parar, y fueron engordando tanto que parecían más dos globos que no dos gigantes. Los hombres y las mujeres al ver lo que sucedía, cantaron más fuerte todavía, de forma que el aire que salía de sus pulmones fue empujando a los Belones, que ahora ya flotaban en el aire de lo hinchados que estaban, mar adentro. Justo al llegar al borde del Mundo de los Hombres, los hermanos Belones habían engordado tanto que reventaron con tal fuerza que rompieron el mar de cristal en mil pedazos.

Al verlo, todos, de un lado y de otro, Hombres y Sirenas, se asustaron al pensar que podía llegar el fin de sus mundos. Sin embargo sólo fue el fin de los gigantes Belones que desaparecieron sin dejar ningún rastro. Al romper el Mar de Cristal, lo único que provocaron es que los dos mares, el de los Hombres y el de las Sirenas, finalmente pudieran juntarse y, aunque el primero se quedó más chico que el segundo, a partir de entonces los peces y las barcas pudieron pasar de un lado al otro. De esta forma, los pescadores volvieron a pescar grandes y sabrosos peces, tanto en el Mar Mayor como en el Mar Menor, nombres con los que a partir de entonces se conocieron ambos mares.

Pero eso no fue todo. Al juntarse los mares de ambos mundos, también se juntaron los cielos de tal forma que por primera vez el Sol también brilló encima del Mar Mayor. Así, las Sirenas por fin pudieron alejarse mar adentro, pues ya no era necesario quedarse cerca del Mar de Cristal para poder ver. Se alejaron tanto que pocos hombres volvieron nunca más a ver una sirena, hasta creer algunos incluso que nunca habían existido.

Pero una sirena sí que decidió quedarse a vivir en el Mar Menor junto a los hombres. Era Palmira que, enamorada del niño Ángel y de los colores de ese mundo nuevo para ella, pidió permiso a su padre, el Rey del Mar, para quedarse allí y casarse algún día con él. Neptuno, que era un rey justo y un padre bondadoso, no sólo dejó que su hija viviera para siempre entre los hombres, sino que usó sus poderes para darle a Palmira un cuerpo de niña en vez de sirena, convirtiéndose con el tiempo en la más guapa de todas las mujeres.

Su regalo de bodas fue también muy especial: para que Palmira y Ángel pudieran vivir, Neptuno convirtió su Barco Real en una casa que situó encima de los restos del Mar de Cristal, que ahora ya eran parte de la tierra de los Hombres. Además, colocó los dos famoso
s Timones del barco en la puerta de la casa y le dijo a Palmira:

- Estos Timones son mágicos: si algún día quieres volver al Mundo de las Sirenas, sólo tendrás que cogerlos con tus manos. Entonces la casa se transformará de nuevo en mi barco y Mar de Cristal se convertirá en una ola que te llevará del Mar Menor al Mar Mayor, hasta devolverte a mi lado.

- Gracias padre mío pero sólo tengo una duda. Si algún día tengo hijos, ¿será
n hombres o serán sirenas? –le preguntó Palmira a Neptuno preocupada.

- Mi preciosa hija, has decidido ser mujer y, por tanto, tus hijos serán del Mundo de los Hombres. Pero tus hijas, y las hijas de tus hijas, y las hijas de las hijas de tus hijas que se llamen Palmira, serán también sirenas y sólo tendrán que coger con sus manos los Timones para volver a tener cuerpo de pez y voz de ángel.




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Vuelta al mundo Belén y Pedro

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